Cuidado con los «falsos abogados»: ¿Abogado, o asesor jurídico?

En España, se comete un número bastante importante de delitos de ejercicio ilegal de la abogacía. «Asesores», «consultores» o «juristas» aprovechan el desconocimiento por sus clientes de la profesión de abogado para dejarles pensar que ostentan esta cualidad (si quieres leer un artículo, por El País, sobre el tema, pulsa aquí). Esta entrada tiene como objetivo exponer las diferencias entre abogados y asesores jurídicos, o juristas, y avisar a todos de la importancia de tener cuidado con el profesional al que uno encarga sus asuntos.

¿Qué es un Abogado?

El abogado es un profesional del derecho que presta asesoramiento y consejo jurídico o ejerce la dirección y defensa de partes en toda clase de procesos de forma profesional (art. 542.1 LOPJ). Sin embargo, no todas estas actividades son exclusivas a los abogados, ni todos los abogados las desarrollan todas. Jurídicamente, la profesión de abogado se define más bien por los requisitos que hay que cumplir para serlo, que por lo que hace el abogado. En efecto, cada abogado es libre de ejercer la profesión como quiera, siempre que respete las normas que la regulan.

Hasta el año 2011, era bastante fácil ser abogado en España, ya que, con tan solo una Licenciatura o un Grado en Derecho (cuatro años de estudios universitarios jurídicos generales), uno podía colegiarse y así ejercer la profesión. Es principalmente por eso que España todavía es uno de los países con más abogados de Europa (en el año 2020, llegaba en 7ª posición detrás de Luxemburgo, Chipre, Grecia, Italia, Malta, y Portugal).

Fuente: CoE, CEPEJ, European judicial systems. CEPEJ Evaluation Report, Part 1 Tables, graphs and analyses, p. 84.

A partir de 2011, por la entrada en vigor de la Ley 34/2006, el acceso a la profesión se ha convertido en mucho más difícil: desde el 2011, salvo casos excepcionales, ya no basta con tener una Licenciatura o un Grado en Derecho, sino que además es necesario haber superado un “Máster de Acceso a la Abogacía”, máster oficial cuya calidad está acreditada por la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación, que depende del Ministerio de Educación, y que tiene como objetivo enseñar a los estudiantes, no el derecho de forma general, sino a ejercer realmente la profesión de abogado. Esta formación universitaria dura un año y medio e incluye enseñanzas teóricas y prácticas. También se empezó a requerir, a partir de la misma fecha, la superación del examen nacional de acceso a la abogacía convocado por el Ministerio de Justicia y que permite, fundamentalmente, verificar que los estudiantes han efectivamente adquirido los conocimientos necesarios durante el Máster. Por fin, se sigue exigiendo que los abogados se colegien, es decir, que formen parte de un Colegio de la Abogacía, que tiene funciones tales como organizar la profesión, permitir que los abogados siguan formándose, verificar que respetan sus obligaciones profesionales.

Y, ¡ojo!, que el ejercicio ilegal de la profesión (que tiene el bonito nombre de “intrusismo profesional”) puede castigarse por pena de dos años de prisión (art. 403 CP).

¿Y, qué es un «Asesor jurídico», un «consultor legal», o un «jurista»? ¿En qué se diferencia de un «Abogado»?

Si los abogados prestan asesoramiento jurídico, no son los únicos que lo pueden hacer. En España, cualquier persona puede ser “asesor jurídico”, «consultor legal» o “jurista”. No hace falta tener ningún título específico, ni experiencia jurídica alguna. No hay absolutamente ninguna condición. En la materia, el liberalismo reina en España: se supone que los clientes sean personas ilustradas, que sepan las diferencias entre abogados y asesores jurídicos, y, por ello, se les deja elegir libremente si quieren contratar un abogado o un asesor jurídico.

No es así en todos los países. En Francia, por ejemplo, solo las profesiones reguladas, como los abogados, notarios y profesores de universidad, pueden prestar asesoramiento jurídico, con una única excepción: la de los “juristas de empresas” que tan solo están facultados para asesorar la empresa en la que trabajan. Allí, en Francia, se considera que cualquiera no puede ser competente para prestar asesoramiento jurídico, y que las personas que pueden necesitar este servicio deben ser protegidas.

Lo único que tienen prohibido los “asesores jurídicos” en España es pretender que son abogados y, en consecuencia, tienen prohibido asistir a sus clientes en juicio cuando la asistencia por abogado sea legalmente obligatoria. Sin embargo, tan solo es así en determinados casos, como en los procedimientos penales, en los procedimientos contencioso-administrativos (en los procedimientos administrativos, no), de forma excepcional en los procedimientos sociales (en la instancia, no, en los recursos posteriores, sí), así como en determinados procedimientos civiles. Por ello, un “asesor jurídico” puede representar a sus clientes en procedimientos administrativos, en primera instancia en procedimientos sociales, y, por supuesto, puede prestar asesoramiento jurídico en todos los ámbitos.

En realidad, la mayoría del trabajo de los abogados puede legalmente ser realizado por cualquier asesor jurídico.

¿Por qué es mejor para un cliente encargar su asunto a un abogado que a un asesor jurídico?

En primer lugar, evidentemente, ya que la profesión de abogado es regulada, y que su acceso está condicionado al cumplimiento de determinados requisitos, incluso la obtención de títulos universitarios y profesionales, el cliente está asegurado, desde el inicio, que el abogado tiene un “nivel jurídico” mínimo. Esta garantía, no la puede tener con respeto a los asesores jurídicos.

En segundo lugar, los abogados, al contrario de los asesores jurídicos, están sumisos a una deontología profesional (o ética profesional) es decir, a un conjunto de normas que tienen que respetar en cualquier momento y que están concebidas para proteger, principalmente, a sus clientes. Forman, por ejemplo, parte de la deontología profesional las normas en materia de…

  • Secreto profesional. El abogado tiene el deber (y el derecho) de guardar secreto respecto de los hechos o noticias que conozca por razón de cualquiera de las modalidades de su actuación profesional, y debe limitar el uso de la información recibida del cliente a las necesidades de su defensa y asesoramiento o consejo jurídico, sin que pueda ser obligado a declarar sobre ellos (art. 5.1 CDAE). En caso de vulnerar el secreto profesional, el abogado puede ser castigado con pena de prisión de cuatro años, multa e inhabilitación profesional para seis años (art. 199.2 CP).
  • Independencia.  El abogado tiene el deber (y el derecho) de preservar su independencia frente a toda clase de injerencias y frente a intereses propios o ajenos (art. 2.2 CDAE). La independencia le permite «no aceptar el encargo o rechazar las instrucciones que, en contra de los propios criterios profesionales, pretendan imponer el cliente, los miembros de despacho, los otros profesionales con los que se colabore o cualquier otra persona, entidad o corriente de opinión, debiendo cesar en el asesoramiento o defensa del asunto cuando se considere que no se puede actuar con total independencia, evitando, en todo caso, la indefensión del cliente» (art. 2.4 CDAE). Incluso cuando trabaja por cuenta ajena, el abogado tiene este derecho frente a sus empleadores (art. 6.2 RD 1331/2006). El abogado no puede recomendar a un cliente que le encargue actuaciones innecesarias o ineficaces con ánimo de lucro -no estaría preservando su independencia frente a sus intereses propios-, tan solo lo puede hacer en el caso de que realmente considere que dichas actuaciones beneficien a su cliente. Evidentemente, tampoco el abogado puede asesorar o defender clientes que tengan intereses contrapuestos (art. 12.C.1 CDAE).
  • Competencia. El abogado no puede aceptar ningún asunto si no se considera apto para dirigirlo (art. 12.B.4 CDAE).
  • Cobertura de responsabilidad civil. El abogado debe tener cubierta su responsabilidad profesional en cuantía adecuada a los riesgos que implique (art. 20.1 CDAE). Esta cobertura permite indemnizar a sus clientes en el caso de que el abogado cometa faltas profesionales que les cause perjuicios.
  • Sustitución en la actuación. Si una persona quiere cambiar de abogado, no tiene que hacer nada más que ponerse en contacto con su nuevo abogado. Este enviará una “comunicación” al abogado anterior que le trasladará “a la mayor brevedad” todos los datos, informaciones y documentaciones relativos al asunto que obre en su poder (art. art. 8 CDAE).

En caso de incumplir sus obligaciones deontológicas, un abogado puede ser sancionado por su Colegio de Abogados. Las sanciones pueden ir hasta la expulsión del Colegio -lo que conlleva la imposibilidad de ejercer la profesión, pues la colegiación es un requisito para ejercerla- y la suspensión del ejercicio de la Abogacía por plazo de dos años (art. 127 EGAE).

Los “asesores jurídicos”, por su parte, no están sumisos a estas normas de deontología profesional. Las relaciones que tienen con sus clientes tan solo se rigen por las normas del derecho contractual y del consumo, que son mucho menos protectoras para sus clientes que las normas específicas aplicables a las relaciones entre los abogados y sus clientes.

¿Cómo asegurarse que un profesional es abogado?

Resulta, desgraciadamente, bastante frecuente que los asesores jurídicos aprovechen el desconocimiento por sus clientes de las diferencias entre abogados y asesores jurídicos. A veces, incluso, se presentan como abogados a pesar de no serlo –lo que, como dije anteriormente, es un delito–. Es en particular habitual en materia de asesoramiento jurídico extrajudicial, en trámites administrativos de extranjería, así como en derecho civil, en materia de herencias, reclamaciones de responsabilidad, y seguros. Las “asesorías” suelen aprovechar la situación de sus clientes, su vulnerabilidad, y su desconocimiento, para dejarles pensar que su asunto está tratado por un abogado, cuando no es así.

Las normas en materia de deontología profesional obligan los abogados a facilitar a sus clientes el nombre del Colegio al que está incorporado, así como su número de colegiado (en mi caso: colegiado n.º 46412 del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona). Los Colegios de Abogados pueden tener páginas web públicas que acreditan que una persona está efectivamente incorporada (en mi caso, aparezco en la web del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona).

En el caso de que el profesional no haya facilitado estas informaciones, o que un cliente dude de la cualidad del profesional al que encargó su asunto, puede comprobar fácilmente que dicho profesional es abogado buscándolo, con su nombre y apellidos, en el “censo de letrados” publicado en la web del Consejo General de la Abogacía Española. Se trata de un censo que incluye todos y cada uno de los abogados de España.